martes, 5 de febrero de 2008

de musas y diosas

Ayer hizo cinco años que me dio por escribir en un blog, en realidad en varios, y me ha dado por volver a leer cosas antiguas... me doy cuenta que en algunas cosas he cambiado mucho, en otras nada. Este texto podría haberlo escrito ayer, aunque en realidad lo hice en abril del 2004...

Siempre me ha gustado observar a la gente que tengo a mi alrededor, en vacaciones todavía más, si cabe, quizá porque sus comportamientos son más interesantes o porque mis ojos están menos cansados. Hace unos días, en un restaurante de la costa, de esos de vino contundente y menú abundante, una pareja se sentó frente a nuestra mesa, él con el pelo cano y barba espesa, ella con una cabellera rubia preciosa y los labios perfectamente pintados. Al principio los dos charlaban tranquilamente, más bien poco. Unas copas después la rubia gesticulaba con las manos, reía, improvisaba caídas de ojos, y se alisaba la melena. Estaba intentando hacer de la comida una fiesta, mientras su acompañante permanecía impasible, sin variar el tono. Y así continuarían supongo todas sus vacaciones, quien sabe si también el resto de sus vidas. Acababa de ver Casa de muñecas en el teatro la noche anterior y por eso, esta escena, tantas veces repetida, me llamó la atención, no era más que un ejemplo de que en algunos aspectos las cosas no han cambiado tanto desde el 1870. Las mujeres hemos conseguido tantas cosas desde entonces, pero nos queda un lastre muy importante, que nos ha sido transmitido de generación en generación hasta formar parte de nuestro inconsciente más profundo. El deseo permanente de agradar. La obligación impuesta por nuestros corazones de ser siempre maravillosas, por dentro y por fuera. Nos complacemos pensando que lo hacemos por nosotras mismas, que así nos sentimos mejor y es cierto, en parte, pero cuando miro a la mayoría de hombres, no puedo evitar pensar en que no se cambian el color del pelo, no se depilan, no se hacen limpiezas de cutis, no usan cremas anticeluliticas, antiestrias, antiarrugas, no se maquillan, no dan forma a sus uñas, no llevan tacones para que sus piernas parezcan más largas, no usan ropa ajustada o con aberturas para mostrar sus carnes, muchos no saben ni bailar y no tienen que esforzarse en parecer interesantes, si nosotras nos empeñamos, vamos a creer que lo son aunque se expresen con monosílabos. Porque podemos enamorarnos de un hombre con las cejas juntas, con las piernas cortas, con tres flotadores, con la nariz de patata y después sentirnos horribles porque nos ha salido un grano en la frente. Esta misma carga nos da múltiples capacidades, nos ha hecho fuertes, y no permite que nos estanquemos. Aunque es una pena que a veces nos conformemos con ser musas cuando realmente podemos llegar a ser diosas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuánta razón tienes!

Teresa dijo...

jajaja, he tenido buenas maestras ;)

besitos

closada dijo...

Tienes toda la razón, quillita. Y lo peor de todo es cuando algunas mujeres, siendo ya diosas, se empeñan en ser musas, dejando ese Olimpo al que pertenecen...
Mala vaina esta, mala vaina...
Besuelos